Nueva moda.
Rajar de los sindicalistas. Algo fácil y barato, por cierto. Lo llevan en la
solapa ciertos políticos, lanzando mensajes subliminales sobre su actual falta
de utilidad para los trabajadores, politización, corrupción, derroche económico.
Resulta
curioso: Los mismos que alientan al escarnio público, suelen lanzar piedras
cargadas por sus propias mezquindades.
Además, la
destrucción del sindicalismo hace mucho más fácil la labor de los gobernantes,
sin movilizaciones ni huelgas, especialmente la de quienes dirigen tras la
cortina. Qué bien estaríamos si no existieran los sindicatos, piensan algunos.
El problema
es que esa frase por la que suspiran los gobernantes “Qué bien estaríamos sin
sindicatos” empieza a calar entre la gente de a pie, con un discurso cargado de
improperios, gritos, oportunismo, mala leche y, sobre todo, un enorme vacío de
argumentos que se resume en: “Para lo que hacen, mejor que no hagan nada”, “Por
mi los echaba a todos y los ponía a trabajar”, “Están vendidos, no se mueven,
no están con los trabajadores”. Luego terminan reservándote para el final el
placer de oír la raída historia de: “Conozco a uno que está de liberado
sindical.”.
Confesar ser
liberado sindical, en estos tiempos que corren, es un auténtico pecado capital.
Mejor inventar cualquier otra cosa antes de que te descubran.
Te pueden
acechar en cualquier esquina, a cualquier hora: sacando dinero, haciendo la
compra, recogiendo a tus hijos en el colegio. Cualquier lugar y excusa es
buena, para utilizar como insulto la palabra “sindicalista”.
Se puede ser
banquero chupasangre, se puede ser político en cualquiera de sus muchos cargos
(concejal, alcalde, o delegado provincial) y trincar todo lo que se quiera,
aceptar sobornos y trajes, realizar chantajes, revender terrenos públicos,
recortarle el sueldo a los trabajadores o directamente despedirlos sin
indemnización. Se puede, incluso, aumentar el recibo de la luz a los
pensionistas hasta asfixiarlos, o salir en fotos besando niños y ancianos
mientras los colegios y asilos se caen a trozos, cobrar dos o tres sueldos en
tres cargos diferentes, declarar a hacienda que se está arruinado mientras se
cobra de mil chanchullos distintos, para que su hijo obtenga la beca que le
permita comprarse una moto a costa del Estado.
En este
maldito país se puede ser lo que se quiera, pero no sindicalista.
Nadie se
acuerda ya de la última huelga, aquella en que nadie de la empresa fue, excepto
los dos afiliados que perdieron el sueldo de aquel día, para que luego se
firmara un acuerdo que les subió el sueldo a todos. Incluso a aquellos que
escupieron sobre la huelga.
O de Luís,
ese hombre que estuvo 30 años cotizando, y que gracias a la pre-jubilación que
se consiguió en su momento, puede ahora, con 60 años y despedido de su puesto,
tirar para adelante sin necesidad de buscar un trabajo que nadie le ofrecería.
Recuerden
también a Marta, la chica de 23 años que estuvo aguantando un jefe miserable
con aliento a coñac, que le obligaba a hacer más horas extras para tener un
momento de intimidad donde poder acosarla mientras le recordaba cuándo le
vencía el contrato. Hasta que su mejor amiga la llevó al sindicato y, gracias a
una liberada sindical, ahora el tipo ha tenido que indemnizarla hasta por
respirar.
Son muchos
los que les deben algo a los sindicatos, y a los sindicalistas: El maestro que
pudo denunciar al padre que le pegó en la puerta del colegio, los trabajadores
que consiguieron que no les echaran de la RENAULT, la chica que pudo exigir el
cumplimiento de su baja por maternidad en su supermercado. Porque también fue
una liberada sindical la que se puso al teléfono el día en que despidieron a
Julia, la chica de la tienda de fotos, y le ayudó a ser indemnizada como
estipulan los convenios; y aquel otro joven que movió cielo y tierra para
arreglarle los papeles al abuelo para procurarle una paga medio-decente, porque
los usureros de hace 30 años no lo aseguraban en ningún trabajo. Para qué
recordar las horas al teléfono escuchando con paciencia a cientos de opositores
a los que no aprobaron, gritando e insultado porque en el examen no les
contaron 2 décimas en la pregunta 4. O el otro compañero sindicalista, el que
denunció a la constructora que se negaba a indemnizar a la viuda de su amigo
Manuel, que trabajaba sin casco.
Ya nadie se
acuerda de dónde salieron sus vacaciones, los aumentos de sueldo que se fueron
consensuando, el derecho a una indemnización por despido, a una baja por
enfermedad, o a un permiso por asuntos propios.
Esta sociedad
del consumo, prefiere tirar un saco de manzanas porque una o dos están picadas,
por muy sanas que estén el resto. Los precedentes televisivos: entrenadores de
fútbol, famosos de la exclusiva en revistas, y demás subproductos, se
convierten en clinex de usar y tirar dependiendo de las modas. Ahora, en un
momento en que los trabajadores deben estar más juntos, arropados y combatientes
contra quienes realmente les explotan, aparecen grietas prefabricadas en los
despachos de los altos ejecutivos, ávidos de hincar más el diente en el
rendimiento de la clase trabajadora.
¿Quién tirará
la primera piedra?. ¿Serán los políticos gobernantes, o los banqueros quienes
hablarán de dejadez o vagancia?. ¿Tendrán capacidad moral los jueces o los
periodistas, de hablar de corrupción en las demás profesiones?. ¿Serán más
idóneos para iniciar lapidaciones, los super-empresarios del ladrillo?. ¿En qué
profesión se puede jurar que no existen vagos, corruptos, peseteros, o
ladrones?. ¿Preguntamos mejor entre la Iglesia o la Monarquía.?. Pero qué fácil
resulta rajar en este país. Siembra la duda, y obtendrás fanatismo barato.
Qué bien
asfaltado les estamos dejando el camino a quienes realmente nos explotan cada
día. ¡Acabemos con los sindicatos!. Sí. Dejemos que la patronal y los bancos
regulen los horarios, las pensiones, los sueldos, las condiciones laborales y
los costes del despido. Verán cómo nos va a ir con la reforma del mercado
laboral, cuando los sindicatos dejen de existir y no puedan convocarse huelgas
ni manifestaciones.Verán qué contentos se pondrán algunos cuando sepan que ya
no estarán obligados a pagar las flores de los centenares de trabajadores que
mueren todos los años, a costa de sus mezquindades.